Por Uriel Escobar Barrios, M.D.
La civilización actual es resultado de un proceso colaborativo que desde hace muchos años los individuos han desarrollado en sus comunidades y que les ha permitido sobreponerse a difíciles circunstancias del entorno (emergencias climáticas, desastres naturales, enfermedades infecciosas e, incluso, conflictos generados entre los mismos individuos).
Cuando se revisa la Historia, se encuentra que en las épocas en que ha reinado una relativa paz, como consecuencia ha habido un florecimiento del desarrollo tecnológico, de las bellas artes y del respeto y reconocimiento a los derechos fundamentales de las personas. Lo que sucede actualmente en los países del mundo es un claro indicador de esto que estoy afirmando.
Veamos: en los países con peores índices de desarrollo económico hay confrontaciones, guerras, altos niveles de corrupción e impunidad, discriminación, estigmatización, prejuicios sustentados por una casta o clase dominante que se aferra al poder utilizando para lograrlo estrategias como el dogmatismo religioso, el extremismo político, que se alimentan de la emocionalidad de una población que generalmente tiene niveles educativos bajos.
Lo que sucede en Afganistán nos puede ejemplificar mejor dicha situación. Este país asiático, cuya extensión territorial es de 647 500 km y está habitado por 42 945 063 personas, es uno de los más pobres del mundo (30 millones están bajo la línea de pobreza), con un nivel de alfabetización de apenas el 36 %.
Las medidas tomadas por el nuevo gobierno de los talibanes (no permitir el acceso a la educación y a la vida laboral de las mujeres) están basadas en el fundamentalismo religioso. Esta intolerancia hacia quien piensa diferente ha ido tomando cada vez más fuerza en muchos países, lugares que están siendo manejados por líderes elegidos gracias al lenguaje emotivo de los extremismos de izquierda y de derecha o gracias a que encuentran en una población cada vez más desencantada el caldo de cultivo para vender el discurso de ser antipolíticos y no pertenecer a ningún partido. Estos grupos tienen fuerza y ejercen gran influencia en países como Francia, Italia o, los casos recientes, en América como EE. UU. y Brasil, donde dos personas llegaron a la presidencia utilizando discursos incendiarios.
El fenómeno reciente de Argentina nos trae un caso más cercano: una persona está vendiendo el discurso de “sacar a estos delincuentes a patadas” (refiriéndose a los políticos, ‘gremio’ del cual él hace parte, por supuesto) y el de “si vos te querés drogar, hacé todo lo que quieras, pero no me pidas que yo pague la cuenta”, que lo ha catapultado en las encuestas como uno de los más probables ganadores de la próxima elección presidencial.
El discurso del odio, el ataque a los partidos políticos, las posturas xenofóbicas están haciendo carrera en un mundo cada vez más intolerante e intransigente, donde el valor supremo está determinado por la utilización de la emocionalidad de las personas, que dan por sentado que toda la información que reciben de las redes sociales es la verdad, sin someterla previamente a un análisis crítico.
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