Por Uriel Escobar Barrios, M.D.
Toda forma que existe en el universo tiene un propósito. Por mínimo que sea su tamaño, siempre encajará con la precisión de las manecillas de un reloj, que siempre cumplen su función de marcar las horas en que va transcurriendo el día y la noche.
El humano, como ser vivo dotado de una compleja estructura que contiene cerca de 37 billones de células, todas ellas interconectadas para conformar los tejidos, órganos y sistemas, también hace parte de esta maravillosa sinfonía de la existencia.
Adicionalmente, este cuerpo que funciona de manera perfecta tiene un órgano que se considera el culmen del proceso evolutivo animal: el cerebro, con sus 100 mil millones de neuronas y cada una de ellas con cerca de 35 mil conexiones o sinapsis, en las cuales tienen su correlato orgánico no solo los procesos cognitivos superiores, sino la conciencia, entendida como la capacidad que tiene el individuo de reconocerse a sí mismo en una dimensión espacio-temporal y en la relación que establece con el entorno, en este caso, la naturaleza y con todos los seres vivos. En este contexto, ¿cuál sería el propósito de la vida del ser humano?
La respuesta que dan a este interrogante un grupo de investigadores del comportamiento es que no puede ser otro que la autorrealización. ¿A qué se refiere este concepto? A que el individuo logre, a través de la indagación sobre sí mismo, desarrollar completamente un potencial que se encuentra en su interior y, además, alcanzar un estado de plenitud y satisfacción personal que se refleja en una actitud ante la vida caracterizada por estar en armonía con el entorno, por respetar toda forma de vida y actuar no para la consecución de recursos materiales, o el reconocimiento social, sino para servir a sus semejantes.
Esto implica tener una serie de habilidades, cuya única forma de adquirir es mediante muchos años de reflexión, que al final le permiten desarrollar talentos en algunas de las áreas del quehacer humano (en las relacionadas con los descubrimientos; con las bellas artes, como la arquitectura, la escultura, la pintura, la música, la literatura, la danza y el cine; o con la lucha inquebrantable para mejorar las condiciones de vida de los humanos y de toda forma de vida).
El psiquiatra estadounidense Abraham Maslow (1908-1970) fue quien sentó por primera vez las bases de la autorrealización, que se consigue por medio de lo que denominó la jerarquía de las necesidades.
Para lograrla, el individuo debe satisfacer funciones prioritarias de la supervivencia personal, luego colectivas y al final de la pirámide se encuentran aquellas funciones que le permiten indagar sobre tópicos esenciales como el altruismo y los más profundos dilemas que han inquietado a grupos de buscadores a lo largo de la evolución de la cultura humana. Es en este contexto que se puede considerar a la autorrealización como el estado supremo y deseable al que puede aspirar una persona a lo largo de su recorrido vital.
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