Por Uriel Escobar Barrios, M.D.
Una de las principales características de todo individuo es la lucha permanente por la supervivencia. Ese es uno de los grandes imperativos: conservar su integridad y escapar de lo que le provoque malestar o peligro de extinción.
El ser humano, dotado de un mayor nivel en su sistema nervioso, comparado con las otras especies vivientes, tiene además un gran desarrollo de la conciencia, lo que le permite saber con absoluta certeza que la vida es un tránsito hacia la muerte física y, por esa razón, le asiste un imperativo adicional: conocer sobre la finitud del cuerpo físico, lo cual le permite hacer una serie de elaboraciones relacionadas con lo que sucede luego de la muerte.
Lo que le pasa al ser humano después de morir ha sido tema de reflexión de sistemas filosóficos y religiosos a lo largo de la historia. Otra de las preguntas fundamentales al respecto es la siguiente: conociendo la finitud de su vida y de las contingencias no controlables que enfrenta durante ella, ¿el individuo cómo puede desarrollar mecanismos adecuados para enfrentar tales circunstancias?
Para responder a esta inquietud, el budismo, una de las corrientes filosóficas más antiguas, plantea que el propósito principal del ser humano durante su encarnación es conseguir la liberación del sufrimiento, y para ello propone el noble camino óctuple, que no es más que el recorrido que la persona debe hacer en su cotidianidad para lograr el cese del sufrimiento.
Se trata de llegar al estado de felicidad plena que alcanza el alma al fusionarse con la esencia divina; ahí hay ausencia total de dolor y de deseos. Por su parte, la filosofía estoica, cuyo origen se remonta a la antigua Grecia, durante el período helenístico, retoma algunos de los preceptos del budismo y propone que el sufrimiento es una consecuencia lógica de la manera de pensar equivocada que tiene una persona, y es independiente de las circunstancias por las que esté atravesando. Ello sugiere que la mente puede aprender una forma correcta de percibir el mundo y así superar las adversidades de su vida.
Este concepto lo ampliaron los tres filósofos estoicos más reconocidos de la Roma antigua: Séneca (4 a.C.-65); Epicteto (55-135) y Marco Aurelio (121-181). La propuesta estoica, en síntesis, es que una persona puede sobreponerse a las circunstancias adversas tanto de su propio ser (enfermedades, discapacidades), como del medio social: eventos provocados por la naturaleza (sismos, inundaciones, hambrunas) o por el propio ser humano (guerras, desplazamientos). ¿Cómo puede lograrlo? A través del desarrollo de la serenidad interior.
La base de esta serenidad es aceptar los eventos que son inevitables, adaptarse a ellos y centrar los esfuerzos en mejorar las circunstancias que pueden ser modificables porque dependen del propio individuo y es él quien puede cambiar a través de un acto reflexivo los pensamientos generadores de malestar, por otros, que sean más acordes a su naturaleza esencial y que le provocan sensaciones de armonía y bienestar.
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