Por Uriel Escobar Barrios, M.D.
El dolor es la respuesta de un ser vivo ante cualquier estímulo que él perciba como una amenaza para su vida. Es un instinto primario que está inserto en el arsenal genético del individuo. Los humanos han heredado ese potencial defensivo como parte del proceso evolutivo que han tenido como especie a lo largo del recorrido filogenético que nos ha dotado con algunas características generales que compartimos con nuestros ancestros.
Sin embargo, en el humano hubo un salto evolutivo maravilloso que lo comenzó a diferenciar: la especialización en su cerebro de un grupo de células, las neuronas, que han sido el sustrato anatómico de funciones tan complejas como los procesos cognitivos superiores (pensamiento, funciones ejecutivas, aprendizaje, lenguaje, creatividad y motivación). Este suceso marcó el punto de quiebre de las civilizaciones humanas a partir de diferencias cada vez mayores con respecto al resto de seres vivos.
El regalo de los principios evolutivos que recibió la especie humana –si se me permite utilizar este término– le ha permitido luchar contra las leyes que rigen el funcionamiento de la naturaleza y “ganar” algunas batallas para mejorar sus condiciones de vida. Resulta evidente en ciertos indicadores, como el de la esperanza o expectativa de vida (cantidad de años que vive en promedio una población en un cierto período), que han tenido una variación dramática. Los estudios muestran que en el paleolítico esta se encontraba alrededor de los 22 años.
A partir de 1960, la Organización de Naciones Unidas, ONU, comenzó a tener un registro global de todo el mundo: en promedio, una persona nacida en 1960 tenía una esperanza de vida de 52.5 años, ¡y hoy en día esa media alcanza los 72 años! En países como España es de 82 años para las mujeres y 78 para los hombres, una de las expectativas de vida más altas.
Pero no todo son elementos positivos. El surgimiento de esos grandes potenciales en el ser humano ha traído consigo un aspecto esencial: el desarrollo de la conciencia, la capacidad del ser humano de darse cuenta de su propia existencia, de su fragilidad, de la incertidumbre de la vida, “de su ser en el mundo”, como lo consideraba el filósofo existencialista francés Jean Paul Sartre.
Vivir en la civilización actual enfrenta al individuo a grandes retos que muchas veces escapan a su control, y este es uno de los motivos por los cuales se han incrementado de manera dramática las afectaciones psicológicas y emocionales de los seres humanos a nivel global. El indicador de la Organización Mundial de la Salud, OMS, nos dice que en el año 2019, más de 800.000 personas en el mundo se suicidaron. Esto nos muestra con claridad que vivir con plena conciencia de ello puede ser un tránsito doloroso en la ruta de nuestro existir.
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