miércoles, 9 de marzo de 2016

El poder de curar heridas

María Ludivia López Isaza, enfermera de profesión, jamás pensó tener en frente a la persona que tanto dolor le causó en su vida y, sin embargo, pudo perdonarlo.


 Por: Edwin Herrera Bartolo

Nacida en Florida (Valle) y criada entre los departamentos de Caldas y Risaralda, María Ludivia Isaza inició su aprendizaje como enfermera en el hospital infantil de Manizales a la edad de 13 años. “Cuando eso no se tenían tantos requisitos para ejercer la profesión”,  cuenta. Luego fue a parar al hospital de Belalcázar (Caldas), donde trabajó como ayudante de enfermería. Allí conoció al padre de sus dos primeros hijos, de quien por azares de la vida terminó separándose y quedó con la dura tarea de ser madre cabeza de familia.

Después de la decepción amorosa se trasladó a Pereira. Durante cuatro años trabajó en el hospital San Jorge, pero finalmente decidió probar fortuna en la ciudad de la Eterna Primavera: Medellín.

Al principio, trabajó como ayudante de aseo en la Marco Fidel Suárez y después encontró uno de esos ángeles de la guarda, quien le ayudó a ingresar al hospital de San Rafael en Medellín, esta vez dedicándose a lo que más le gustaba, la enfermería. 

Allí trabajó durante 18 años y comenzaron a exigirle ciertos conocimientos académicos, por lo que terminó de estudiar el bachillerato y sacar adelante su profesión.

En este periplo por la capital antioqueña conoció al que sería su nuevo compañero sentimental. Con él tuvo su tercer hijo, pero sintió que el tiempo que compartía con ellos era insuficiente. La obligación de mantener una familia le empujaba a dedicarse mucho más a su trabajo y al estudio que a los quehaceres del hogar: “Por eso ahora aprovecho para pedirle perdón a mis hijos, por no dedicarles el tiempo que debía”.

Bello e Itagüí supusieron un reto para ella, en una época en que el terrorismo era un diario vivir en territorio antiqueño y el resto del país, por la confrontación que se libraba contra el Cartel de Medellín, comandado por Pablo Escobar Gaviria. Transcurría el año 1988.

“Las ocho cirugías de mi rodilla no me permitieron seguir con mis estudios y, por eso, me pusieron a organizar material quirúrgico, pero las ganas de progresar me llevaron a la Escuela Seccional de Salud, donde terminé mi capacitación como auxiliar de enfermería”, indica.

En ese tiempo, sus hijos crecieron, terminaron bachillerato, Mauricio pagó servicio en la Policía, mientras que César hacía lo propio en el Ejército. Cuando retornaron a la vida civil, la situación laboral se tornó difícil, lo que llevó a César a trabajar como “pirata” en Copacabana, a bordo de un Renault 12 que lograron conseguir con bastante esfuerzo.

“Una noche le solicitaron hacer una carrera, a lo cual en principio se negó, pero después lo convencieron y cuando habían terminado el servicio lo invitaron a una fiesta. Allí vino la lluvia de balas y en el cruce de fuego entre bandas criminales, cayó mi hijo. Ahí me cambió la vida por completo apenas en vísperas del año 2000”, aseguró.

“Empezaron las amenazas porque mis otros hijos comenzaron a investigar la muerte de su hermano y los panfletos no se hicieron esperar. Nos dijeron que nos quedáramos quietos, pero tan solo quince meses después del primer asesinato, Víctor, que era con César como se dice uña y mugre, también fue asesinado”, dice entre llantos María Ludivia.

Tras la muerte de César, Víctor prácticamente enloqueció, iba a la tumba de su hermano, dormía allá y los trabajadores del parque cementerio Jardines de la Fe lo sacaban tarde en la noche. Las averiguaciones le costaron la vida con tan solo 16 años de edad: fue baleado en el barrio Machado, cuando cruzó una de las llamadas “fronteras invisibles”.

Estos golpes consecutivos hicieron que María Ludivia infartara. Despertó tan solo dos días después con el instinto de madre intacto, para dar sepultura a su segundo hijo.  

En adelante todo fue caos, María Ludivia se refugió en el alcoholismo y esto, sumado a un trabajo en el que a diario atendía urgencias con heridos de bala, le ocasionó varios traumatismos. En sus pacientes veía el reflejo constante de sus hijos.

El tiempo transcurrió y las enfermedades de María le llevaron a perder el empleo. Sin embargo, la vida le tenía reservado otra oportunidad vendiendo servicios exequiales en Prever, de donde debió retirarse por las largas caminatas. Finalmente se le presentó la opción de laborar como contratista en el Inpec y así regresó a la enfermería.

Para 2006, tras las primeras situaciones difíciles con los presos en la cárcel de máxima seguridad de Itagüí (Antioquia), se fue ganando el respeto por su buen trabajo y la fama de “curar rápido las heridas”.

“Al interior del penal había un espacio al cual casi nadie ingresaba y mantenía sellado. Era un total misterio. Obvio me causaba curiosidad y un día cualquiera  esa puerta se abrió para mí por el oficio que desempeñaba. Había muebles, cocinero particular y otras raras comodidades. De pronto la sombra de un hombre robusto emergió y me dijo ‘mucho gusto, Ludivia, mi nombre es Don Berna’. Él ya tenía todos mis datos”, relata.

El que fuera jefe de paramilitares, Diego Fernando Murillo Bejarano, tenía unas tetillas virales que necesitaba que le fuesen cauterizadas: La enfermera lo revisó y le dijo que no tenía problema alguno en hacer el procedimiento mientras él aguantara.

Precisamente durante el tratamiento de Murillo Bejarano, le llegó la noticia que jamás esperó: “Una noche al abrir la puerta de mi casa había un documento que habían tirado por debajo de la puerta proveniente de la Fiscalía. En él concluyeron que alias ‘Don Berna’ era responsable por la muerte de mis hijos. Sentí desfallecer, pensé en venganza, pero Dios me dio la fortaleza suficiente para salir avante”.

“Caí de rodillas y me dije ‘¿por qué?, si lo tuve en mis manos… y saber que luego me tocó verlo tres veces más para terminar sus curaciones. Nunca le dije cara a cara de su responsabilidad en la muerte de mis hijos”, cuenta María Ludivia. “De hecho, él quedó muy agradecido y yo lo perdoné en el fondo de mi corazón”.

“Yo creo que si uno tiene a Dios en su corazón puede perdonar a cualquier persona. Hubo una conversión en mí, tuve al victimario de mis hijos al frente y lo perdoné porque creo en la reconciliación y la paz de este país”, expresa con convicción.

A pesar de tener contacto con algunos de los presos con más poder en la ciudad de Medellín, las amenazas constantes contra su hijo Mauricio, el único sobreviviente, la obligaron a regresar a Risaralda.   

Ahora no sólo cargaba el dolor de dos homicidios en su alma, sino también un desplazamiento forzado, hechos que denunció y por los cuales se encuentra incluida en el Registro Único de Víctimas desde el año 2012. El corazón de esta luchadora de la vida le ha permitido salir adelante en el Puerto Dulce de La Virginia, donde alcanzó una pequeña pensión y vende arepas.

Ahora, María Ludivia es consciente de que la indemnización no devolverá a sus hijos, pero una vez la reciba, espera invertirla en temas de vivienda. También presta trabajo social como enfermera en una de las Asociaciones de Víctimas de Risaralda y es una de las coordinadoras de la red de enfermería. Se considera una persona profundamente religiosa.

“La reconciliación es posible y la paz puede llegar. Es en el corazón de cada ser humano que nace la paz, cuando uno muere no se salva por lo que tiene, sino por las buenas obras y por querer al prójimo como a uno mismo”, afirma.

“Me siento muy reconfortada y muy bendecida”, confiesa esta mujer. “A las víctimas les digo que estamos para ayudarnos como hermanos, los invito a que abran su corazón y saquen sus resentimientos para poder perdonar. Sigamos luchando para sembrar paz y amor”.

Textos y fotos: Edwin Herrera Bartolo

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